1er capítulo de Cenizas

—¿Dónde estás? —preguntó tía Hannah en cuanto Alex descolgó el teléfono—. ¿Qué crees que estás haciendo? —Acabo de entrar en Michigan —dijo Alex, contestando primero a la pregunta más fácil. Cuando divisó el cartel de Bienvenidos a Michigan (¡Grandes lagos! ¡Grandes momentos!), tuvo la sensación de que las cosas se despejaban, se expandían, como si hubiera estado viajando durante una noche perpetua por una carretera solitaria bordeada de un bosque frondoso y oscuro y ahora empezara a vislumbrar los primeros rayos de sol—. Tenía que echar gasolina. —Lo cual, en realidad, no venía al caso. —¿Michigan? ¿Y qué puñetas hay en Michigan? El segundo marido de tía Hannah era inglés. Ella no. Ella había nacido en Wisconsin, en Sheboygan, que Alex no creyó que fuese un sitio real hasta que los Everly Brothers lo mencionaron en su canción, y decía que puñetas era mucho mejor que otras palabrotas porque todos sus amigos, la mayoría de los cuales eran luteranos, creían que, simplemente, estaba haciendo una gracia: «Ah, esa Hannah». De modo que tía Hannah decía puñetas muy a menudo, sobre todo en la iglesia.

—Muchas cosas —contestó Alex. Estaba de pie a unos pasos de los baños de la estación de servicio, disfrutando del rescoldo salmón del crepúsculo. Al otro lado de la calle, una valla publicitaria que recomendaba una visita a Oren en territorio amish competía con otra que exhortaba a las familias a llevar a sus mayores a un asilo llamado Aurora Boreal (La luz de Dios en tiempos oscuros) y con otra que invitaba a visitar el Museo de las Minas de Hierro del norte de la ciudad—. Sólo necesitaba un poco de tiempo. —¿Tiempo? ¿Tiempo para qué? —La voz de tía Hannah sonaba tensa—. ¿Crees que esto es un puñetero juego? Estamos hablando de tu vida, Alexandra. —Ya lo sé. Es que… —Estaba jugueteando con un silbato de plata que llevaba colgado del cuello en una cadenita. Su padre se lo había regalado cuando cumplió seis años durante la primera acampada que hicieron juntos de noche: «Cielo, si alguna vez te metes en líos ahí fuera, toca esto y acudiré como un rayo». Ese era uno de los escasos recuerdos nítidos que conservaba de él—. Necesito hacer esto mientras pueda. —Entiendo. De modo que van contigo, ¿no? Alex sabía a qué —a quiénes— se refería. —Sí. —Me he dado cuenta de que falta también la pistola de tu padre. —La tengo yo. —Entiendo —volvió a decir tía Hannah, aunque su tono sugería todo lo contrario—. ¿Crees sinceramente que el suicidio es la respuesta?

—¿Es eso lo que piensas? —Alex oyó abrirse la puerta del baño por encima del hombro y, un momento después, dos chicas, una rubia y otra morena, pasaron por su lado. Las dos llevaban puestas sudaderas azul pastel en las que destacaban las letras Somerville High y el logo de una raqueta de tenis en medio de una llamarada blanca—. ¿Crees que voy a suicidarme? En cuanto aquellas palabras salieron de su boca, se arrepintió de haberlas pronunciado. Barbie Rubia se la quedó mirando y se acercó a Barbie Morena, que también la miró descarada, y le susurró algo al oído. Ambas pusieron en práctica la típica miradita-de-arriba-abajocon-cuchicheo-y-risita-tonta-incluida por toda la gasolinera hasta llegar a un pequeño autobús escolar del año de la pera y encontrarse con un tipo de aspecto agobiado, con gafas y pelo encrespado estilo Einstein. Alex, con las mejillas encendidas, se dio media vuelta. —No es nada de eso. Aunque, a decir verdad, no es que no se hubiera tomado alguna vez un par de chupitos de Jack Daniel’s y se hubiera quedado mirando la pistola de su padre largo y tendido. Lo que la había echado para atrás había sido, sobre todo, la idea de que la mano pudiera temblarle y terminara haciéndose una lobotomía frontal o algo parecido, lo cual resultaría absolutamente patético. Se imaginaba a las cotillas —a chicas como Barbie Rubia y Barbie Morena— en el funeral: «Jo, tía, qué original». —Sí, pero si tuvieras en mente volver, no te los habrías llevado —prosiguió tía Hannah.

—No. Sólo significa que ellos no van a volver. —Alexandra, no hay necesidad de que hagas esto sola. Tu madre era mi hermana. —La voz de tía Hannah se quebró un poco—. Sé que jamás lo habría consentido. Esto no era lo que ellos pretendían. —Bueno, qué bien que no estén por aquí para discutir el tema, ¿no? Tía Hannah pasó de la voz quebrada a la más firme en un nanosegundo: —No uses ese tono de voz conmigo, Alexandra. Sólo tienes diecisiete años. Estás muy enferma y no eres lo bastante mayor como para saber qué es mejor en esta situación. La cabezonería y la autocompasión no son las respuestas. Esto no las estaba llevando a ningún sitio. Lo único que tía Hannah veía era a una huérfana de diecisiete años con un tumor cerebral del tamaño de una pelota de tenis que, finalmente, había cedido a la presión. —Lo sé, tía Hannah. Tienes razón. Sentir compasión por mí misma y ser un auténtico incordio no son las respuestas. —Muy bien. Ahora eso ya está aclarado. —Su tía se sonó la nariz—. ¿Cuándo vas a volver? «Mmm… ¿nunca?». —La primera semana de octubre. ¿El… ocho? Oyó a su tía contar por lo bajini. —¿Doce días? ¿Por qué tanto tiempo? —Es lo que se tarda en subir caminando y volver. —¿Caminando?

—Bueno, no hay carreteras. —No puedes estar diciéndolo en serio. No te has recuperado del todo. —Sí que lo he hecho. Ya hace tres meses desde la última sesión. He estado corriendo, nadando y haciendo pesas y he engordado un poco. Estoy completamente recuperada. —¿Y qué pasa con los tratamientos nuevos? Tienes que empezar dentro de tres días y… —No voy a seguir más tratamientos. —El doctor Barrett dejó muy claro que este nuevo procedimiento… —Su tía interrumpió la frase cuando cayó en la cuenta de las palabras de Alex—. ¿Qué? ¿Qué significa eso de que no vas a seguir más tratamientos? No seas ridícula. Por supuesto que lo vas a hacer. ¿Qué estás diciendo? —Estoy diciendo que se ha acabado, tía Hannah. —Pero… ¿y el medicamento experimental? —farfulló su tía—. El procedimiento, las SEMILLAS… —Sabes que no van a funcionar. —Las SEMILLAS, o Sondas Encapsuladas Mediante Introducción Localizada con Luz Activadora, también eran experimentales: nanobolitas rellenas de veneno y recubiertas de un compuesto químico especial sensible a la luz. Una vez inyectadas en su torrente sanguíneo, las SEMILLAS se dirigían al cerebro, donde se adherían al tumor: un monstruo testarudo que, después de doce ciclos de quimioterapia y radiación, se resistía a morir. Se suponía que las semillitas liberaban su carga mortífera cuando una sonda óptica las activaba. Hasta el momento, después de cuatro intentos, las suyas no lo habían hecho, ni siquiera después de que los médicos hubieran recargado su cerebro con tantas SEMILLAS como para sembrar varios campos de maíz. —Tienes que darle tiempo, Alexandra. «Claro, para ti es muy fácil decirlo. Tú tienes tiempo». —Tía Hannah, hace dos años que lo detectaron. Nada ha funcionado. —Es verdad, pero el tumor está creciendo relativamente despacio. El doctor Barrett dice que podría alargarte la vida varios años y que, para entonces, seguro que habrá nuevos medicamentos. —O no. Yo sólo sé que ya no puedo seguir con esto. —Esperaba una explosión al otro lado, pero sólo recibió silencio por respuesta. Este se prolongó durante tanto tiempo que Alex creyó que la llamada se había cortado—. ¿Tía Hannah? —Estoy aquí. —Pausa—. ¿Cuándo lo decidiste? —Después de mi visita a Barrett la semana pasada. —¿Por qué ahora? «Porque me tiembla la mano izquierda —pensó Alex—. Porque no huelo nada. Porque tengo la cabeza llena de bolitas minúsculas que no están haciendo nada y eso significa más quimio y radio de la de siempre, y porque estoy muy harta de que se me caiga el pelo y de echar las tripas vomitando por nada y de hacer los deberes en la cama, y porque no voy a meterme en un centro para enfermos terminales. Porque, por una vez, soy yo la quetoma las decisiones». Sin embargo, lo que dijo fue: 

—No creo que tenga más oportunidades. Necesito hacer esto mientras pueda. Más silencio. —Me imagino que en el instituto preguntarán por ti. Al doctor Barrett le va a dar algo. Alex pensó que, en el fondo, Barrett se sentiría aliviado. Ya no tendría que hacerle ver el lado bueno de la vida. —¿Qué vas a decirle? —Ya se me ocurrirá algo. ¿Llamarás? —A la vuelta —dijo, sin estar muy segura de que pudiera cumplir esa promesa—. Al coche, me refiero. Una vez que esté en el Waucamaw, no tendré cobertura. —¿Y qué se supone que tengo que hacer yo? ¿Colgar un farol de una torre? ¿Cruzar los dedos? ¿Empezar a hacer punto? —Ante el silencio de Alex, su tía continuó—: Una parte de mí está por llamar a la policía y que te traigan de vuelta. —¿Y la otra qué dice? —Que eres una cabezota. Que cuando se te mete una cosa en la cocorota, no hay nada que hacer. —Hizo una pausa—. Y que no estoy segura de poder culparte. Eso no es lo mismo que decir que lo que estás haciendo esté bien, sólo que lo entiendo. —Gracias. —No hay de qué. —Su tía suspiró—. Alex, ten mucho cuidado, ¿de acuerdo? Intenta volver de una pieza, ¿vale? —No me pasará nada. No es la primera vez que hago una excursión de estas.

—No pongo en duda tu capacidad para salir adelante: hacer fuego, vivir de lo que da la tierra, construirte un refugio con unas ramitas y un chicle… igual que tu padre. Si los puñeteros zombis atacan, estás preparada. —Gracias —dijo, intentando tragarse las lágrimas. No quería que aquello terminara en llanto—. Será mejor que me vaya. Te quiero, tía Hannah. —¡Ay, qué tontita! —exclamó su tía—. ¿Te crees que no lo sé, puñetera? Nunca más volvieron a hablar.

Jessi
"Un libro no es un conjunto de palabras impreso en papel, un libro es un mundo abierto a tu imaginación donde cada latir es un sueño".

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