Escocia, condado de Dumfries, 1325
El laird Kieran O’Hara regresaba agotado junto a su ejército de highlanders y su amada madre, tras cabalgar durante días hasta la abadía de Dundrennan desde su hogar, el castillo de Kildrummy.
Llevaba meses buscando a su hermano James, apodado James O’Hara el Malo por sus fechorías, y le habían llegado noticias de que podía estar en aquella abadía, malherido.
Pero el viaje no dio fruto. El moribundo que había allí no era James y, ceñudo, Kieran decidió retornar a Kildrummy, cerca de Aberdeen.
—¿Qué piensas? —le preguntó el joven Zac.
—En James —contestó Kieran, observando a su madre.
Su hermano James llevaba cerca de dos años sin dar señales de vida y eso angustiaba a Edwina, la madre de los O’Hara. Desolado, Kieran no podía olvidar las tristes palabras de la mujer al abandonar la abadía de Dundrennan:
—No siento a James, Kieran. Extrañamente, ya no lo siento.
O’Hara, con el corazón encogido, miró de nuevo a su madre y le dijo a Zac:
—El día que encuentre a James, yo mismo lo mataré por el sufrimiento que le está causando a mi pobre madre. El joven suspiró. No guardaba demasiado buen recuerdo de James O’Hara. Lo había conocido vagamente cuando era pequeño y su hermana Megan, junto con Kieran, tuvo que ingeniárselas para solucionar un problema con él antes de que se convirtiera en algo irreparable.
—Te entiendo, Kieran. Pero si haces eso, tu madre...
—Mi madre... —lo cortó él esbozando una fría sonrisa—. Ella es la única que guarda algún bonito recuerdo de él.
—Yo también —intervino Louis, que cabalgaba a su lado—. Aún recuerdo el día en que un caballo le dio una coz en la entrepierna y aulló de dolor. Nunca me he reído más en mi vida. Kieran soltó una amarga carcajada.
—El idiota de mi hermano debería recordar que tiene una madre que sufre por él —dijo—. Su ausencia la apena más cada día que pasa y yo ya no sé qué hacer para que sonría.
—Despósate —sugirió Zac.
Louis soltó una carcajada. Kieran y él eran buenos amigos y solían
ir a amenudo de correrías con mozas. Con una divertida sonrisa,
Zac continuó:
—Según he podido ver con mis propios ojos cuando he estado en Kildrummy, la bonita lady Susan Sinclair bebe los vientos por ti, y a tu madre no parece desagradarle.
—Bueno... eso no es lo mismo que pienso yo —rio Louis. Zac, sin escuchar lo que había dicho, añadió:
—Sólo hay que ver la de veces que esa joven y su madre están invitadas en tu casa para pasar largos fines de semana para intuir que entre vosotros hay algo más. Sin apartar la vista de su madre, que iba en un carromato mirando al frente, Kieran sonrió y expuso:
—Mi madre y la suya son amigas y Susan una buena muchacha, además de toda una belleza, ¿no creéis?
Louis asintió; sin embargo, Zac respondió:
—Es una belleza, pero hay algo en ella que no termina de gustarme.
Ese comentario llamó la atención de Kieran, que, a la vez que lo miraba, preguntó:
—¿Por qué dices eso?
—Según mi hermana Megan, Susan es simple y aburrida —contestó
Zac.
—¡Megan! ¿Cómo no? —protestó Kieran con cariño, al pensar en aquella mujer a la que le tenía tanto aprecio. Louis soltó una carcajada.
—Estoy de acuerdo con la hermana de Zac —dijo.
—¡Os olvidáis de que a mí me gustan todas las mujeres! —replicó Kieran divertido.
—Y si tienen grandes pechos, ¡más! —se mofó Louis.
Kieran sonrió. Susan era una belleza que llamaba la atención allá donde fuera, pero nunca se mostraba en desacuerdo con él en nada. Era demasiado dócil y conformista.
Louis miró al joven Zac Phillips y dijo:
—Hace unos meses, Kieran estuvo a punto de pedirle matrimonio
a Susan.
—Lo iba a hacer por mi madre —gruñó Kieran.
—¿En serio le ibas a pedir matrimonio?
Él no contestó, pero Louis lo hizo en su lugar.
—De no ser por que la noche anterior bebimos hasta casi caer muertos, creo que este tonto ahora estaría casado con ella. Molesto por cómo aquellos dos hablaban de su vida, Kieran los
miró ceñudo. Casarse no era algo prioritario para él, pero su madre quería verlo con una esposa y sabía que tarde o temprano tendría que planteárselo. Pero deseoso de abandonar ya el asunto, siseó:
—¿Queréis dejar de hablar de mi vida como si no estuviera delante?
Parecéis dos alcahuetas. Además, sólo faltaría que mi madre se oyera, para que volviese a insistir con el tema.
—¿Es cierto lo que ha dicho Louis? —preguntó Zac divertido. Kieran O’Hara asintió y, consciente de que su madre no lo podía
oír, explicó:
—Esa noche bebimos hasta caer derrotados. Y aunque nunca he querido pensarlo demasiado, creo que ha llegado el momento de
que busque una mujer para Kildrummy, y de que unos niños corran por mi hogar. Además, mi madre envejece, y ya que el idiota de mi hermano sólo la hace llorar, al menos yo quiero verla sonreír. Quizá cuando regrese de este viaje...
—Susan no es la mujer que tú necesitas, y lady Edwina también lo sabe —protestó Louis. Kieran sonrió y miró a su madre. A ella no había ninguna que le agradara para él.
—Recuerda, Louis, que seré yo quien cargue con mi esposa, no mi madre.
Su amigo se encogió de hombros, pero Zac preguntó:
—¿Y estarías dispuesto a perder tu libertad por una mujer a la que no amas?
Kieran rio, cruzando una mirada con Louis.
—Que me despose con Susan no cambiará mi vida. Yo no he caído en la marmita del amor y de las palabras almibaradas, como Duncan, Lolach o Niall. Según ellos, han encontrado a la mujer que los complementa, pero si yo me caso, no será por sus mismos motivos.
Digamos que mi boda será algo práctico, que me permitirá continuar con mi vida fuera de mi hogar, como siempre.
—¿Serías capaz de casarte sin amor?
Louis y Kieran se miraron un momento antes de responder y,
finalmente, este último dijo:
—Sin lugar a dudas.
—¿Seguro? —insistió Zac.
—Segurísimo —afirmaron al unísono los dos amigos, soltando una carcajada.
Susan Sinclair era una de las bellezas de las Highlands. Vivía en una estupenda mansión en Aberdeen, con sus padres. Era una delicada y sensual mujer de pelo claro como el sol y ojos del color del mar, y aunque muchos la cortejaban, Kieran tenía claro que sólo lo aceptaría a él. Quizá había llegado el momento de lanzarse.
—Bueno... pues tal como lo planteas, Susan será una buena compañía para tu madre —concluyó Zac.
—No lo creo —repuso Louis, que conocía bien a Edwina.
Sin hacerle caso, el joven prosiguió:
—Ambas podrán coser, cocinar, cuidar las flores. Aunque, bueno,
sé por mi hermana que...
—¿Otra vez Megan? —rio Kieran, pensando en aquella belleza de ojos oscuros—. Veamos qué te ha dicho ahora esa maldita bruja
morena.
—Según ella, necesitas una mujer que te baje el ego y que sepa decirte que no a muchas cosas. Ella cree que sólo eso te hará feliz.
—Tu hermana es un auténtico demonio —contestó él divertido.
—También dice que las mujeres te lo ponen muy fácil cuando les sonríes y que sólo alimentan tu vanidad. Que te calientan la cama, pero no el corazón.
—Decir que es un demonio es quedarse muy corto —exclamó Kieran, riéndose de nuevo.
—¿Por qué elegir una cuando hay tantas dispuestas a darnos placer?
—preguntó Louis, sonriendo.
—Sí, según Duncan —prosiguió Zac—, pasión y mujeres no os faltan y sois felices con lo que ellas os dan.
—Duncan sí que nos conoce y sabe lo que necesitamos —asintió Kieran divertido, mirando a un risueño Louis.
Al anochecer llegaron a los alrededores de Dumfries. Allí, el laird O’Hara buscó una posada decente para que su madre Edwina y la dama de compañía de ésta, Aila, pasaran la noche. Dormir al raso no era lo que más les gustaba a ninguna de las dos. Una vez Kieran las dejó en el lugar, junto a varios highlanders para que las protegieran, se marchó con sus guerreros a un burdel cercano para refrescarse la garganta. De madrugada, cansados y algo bebidos, algunos O’Hara decidieron internarse en el denso bosque de robles para dormir un rato, a pesar de la lluvia y desoyendo las advertencias del posadero, que les dijo que ese bosque estaba encantado. Dentro del mismo encontraron unas cuevas, buscaron leña seca e hicieron un buen fuego. Después desenrollaron sus ásperas mantas y tartanes y, tras dejar a Arthur como centinela, el resto se acurrucaron en el suelo y se dispusieron a dormir. Pero lo que esperaban que fuera un merecido descanso, pronto se convirtió en una locura. ¡Los estaban atacando!
Alertado por los gritos, Kieran se levantó y salió de la cueva con los hombres que estaban con él. La lluvia le dio en la cara y se sintió mareado. Con la vista borrosa, pudo ver cómo Zac y Louis se levantaban con torpeza. Instantes después, vio caer a Louis y, tras él, a Zac. Cuando Kieran iba a ir a ayudarlos, un fuerte golpe en la cabeza lo derribó. La sangre que le corría por la cara, la lluvia, el mareo y la conmoción del golpe le impedían moverse. Impotente, comenzó a maldecir y a jurar que mataría a los bastardos que los habían atacado. Él, un highlander curtido en cientos de batallas, gravemente herido en varias ocasiones y temido por muchos ejércitos, se sentía un auténtico inútil y una presa fácil en su estado.
Finalmente consiguió sentarse, pero una patada en el pecho lo volvió a tumbar en el suelo. Mientras un pie lo pisaba con fuerza y sentía la punta de un arma en la barbilla, oyó que le decían:
—Seré rápido en mataros, a cambio, me quedaré con vuestros caballos. A cada instante más enfadado, Kieran bramó, todavía sin ver con claridad:
—¡Regresaré de mi tumba para matarte!
El otro hombre se carcajeó, mientras apretaba aún con más fuerza
el pie contra su pecho. Sin darse por vencido, Kieran tanteó a su alrededor en busca de su espada, pero antes de que la pudiera alcanzar, un silbido hizo que el villano mirara hacia su derecha, justo antes de desplomarse.
Por suerte, Kieran fue rápido y ladeó el cuerpo. Si no lo hubiera hecho, aquel indeseable le habría clavado la espada en la garganta en su caída.
Con torpeza, pudo agarrar por fin su arma, pero, al levantarse, dio un traspiés que lo hizo caer de nuevo hacia atrás. ¡Maldición!
A cada instante se encontraba peor. Intentó levantarse de nuevo, pero le fue imposible. Necesitaba despejarse e ir a ver cómo estaban sus hombres, en especial Zac. Si le ocurría algo al chico, su amiga Megan lo mataría por no haberlo protegido. De pronto, su mirada borrosa enfocó a varios encapuchados que, con una destreza asombrosa, reducían a los maleantes. Los vio atacar, saltar de árbol en árbol y diezmar a los bandidos con una agilidad y una destreza que lo impresionaron. ¿Quiénes serían? Tras un caos tremendo, minutos después la calma llegó al bosque. Los ojos se le nublaban y era incapaz de enfocar la vista con claridad. ¿Qué le ocurría? A su alrededor todo estaba borroso, confuso, pero pudo atisbar cómo los encapuchados se acercaban a él. Rápidamente, levantó el acero, pero un golpe certero en la mano le quitó la espada.
—¿Qué queréis? —bramó.
Varios de ellos se agacharon y una dulce voz respondió:
—Tranquilízate. Hemos venido a ayudaros.
Mareado y sin poder fijar la vista en nada ni en nadie, Kieran se percató de que varios de los desconocidos se movían a su alrededor. Hablaban demasiado bajo para que pudiera oír lo que decían y, como pudo, preguntó:
—¿Quiénes sois?
—Eso no importa ahora —respondió un hombre.
Entonces, otra voz tan dulce como la primera que le había hablado,
dijo:
—Déjame la talega. Este hombre está herido.
«¿Herido? ¿Quién estaba herido?», pensó Kieran.
Entre los murmullos, distinguió varias voces de mujer. Tenía ganas
de vomitar. No sabía qué le ocurría, hasta que una voz ruda y fuerte dijo:
—Éste es el laird Kieran O’Hara y sus hombres.
Al oír su nombre, Kieran se movió y dijo:
—¿De qué me conoces?
Nadie contestó a su pregunta, pero una de las mujeres propuso:
—Bebed esto. Hará que el veneno desaparezca de vuestro cuerpo.
—¡¿Veneno?!
Una dulce risa sonó cerca de su oído.
—Os echaron veneno en las bebidas para atontaros, robaros y mataros. Por suerte para vosotros, uno de mis hombres estaba también en el burdel y se percató de lo que ocurría. Pero, tranquilo, con la pócima que os estamos dando, todos sanaréis rápidamente. Kieran bramó. Mataría a quien había hecho aquello. Con cierta dificultad, alargó la mano y, tras agarrar con fuerza el brazo de la mujer que le había hablado, preguntó:
—Eres una mujer, ¿verdad?
Ella sonrió, todavía con la capucha puesta, y, conocedora de los efectos de aquel veneno y de que él la veía borrosa, le limpió la sangre de la cara y respondió:
—¿Acaso importa eso?
Desesperado al sentirse tan mermado, Kieran susurró:
—Dime cómo te llamas.
La mujer lo miró. El herido era un hombre rubio de ojos claros, corpulento y bien parecido. Sin duda alguna, un habitante de las temidas Highlands, y, curándole la herida que tenía en la frente, respondió:
—Sólo debería importarte que te hemos salvado la vida y también la de tus hombres, y ahora, si te estás quieto, terminaré con este feo golpe que tienes en la cabeza.
—¿Cómo te llamas? —insistió él.
—Chisss... ni una palabra más o me enfadaré.
Los encapuchados se miraron entre sí y sonrieron. Mientras un grupo se llevaba los cuerpos de los asaltantes para hacerlos desaparecer, las mujeres atendían a los heridos y la que se cuidaba de Kieran canturreaba:
En el bosque encantado
yo te he encontrado
herido y asustado
por...
—No estoy asustado —protestó él.
De nuevo aquella hermosa risa llenó sus oídos.
—Eso dice la canción, no lo digo yo.
—No estoy asustado, ¡estoy furioso! —masculló.
—Bueno —sonrió la joven—. Visto que vuestra vanidad es mucha,
aun en un momento así, cantaré otra que dice:
De las Highlands has llegado
valeroso y enojado
pero tú no me das miedo
aunque seas un hombre fiero.
Kieran sonrió sin fuerzas al oírla, pero dijo:
—Pues deberías temerme, y más con lo enfadado que estoy.
Sin el menor atisbo de miedo, ella acercó su boca al oído de él y
susurró:
—Yo no le temo a nada ni a nadie.
—¿Y a la muerte?
—Menos todavía.
A pesar de lo mal que se encontraba, Kieran tuvo ganas de sonreír
por la locuacidad y determinación de aquella mujer. Sin duda, además de unas manos suaves, era valerosa y tenía una bonita voz. En ese instante, ella miró a la joven que, a su lado, estaba atendiendo a otro de los highlanders y le preguntó sorprendida:
—¿Qué estás haciendo?
Tras soltar una casi inaudible risita, la otra encapuchada se tocó los labios, le puso a Zac una flor de color naranja sobre la oreja y murmuró:
—Oh... besarlo, pero nadie lo sabrá. No me he podido resistir.
—Amanece. Debemos marcharnos —dijo la voz de un hombre con firmeza.
—Dame unos instantes y enseguida termino —contestó la que atendía a Kieran.
Cuando acabó, lo fue a soltar, pero Kieran, al notar que lo abandonaba, la agarró de la mano y tiró de ella haciéndola retroceder.
—Dime quién eres —insistió, antes de casi desmayarse.
—Tu salvadora —susurró ella, mirándolo a los ojos.
Sin soltarla, él musitó a media voz:
—Juegas con ventaja. Dime quién eres, y... y... cuando esté mejor te bus... buscaré y podré dar... darte las grac...
No pudo acabar la frase. La joven sonrió tranquila, sabía que estaba bien a pesar de que estaba prácticamente desmayado. Le tocó con delicadeza el rubio cabello y, aunque le encantaría volver a ver a aquel hombre, y dejarse cortejar por él, no podía revelar su verdadera identidad. Sin embargo, antes de marcharse, cuando vio que su gente se alejaba, acercó sus labios a los suyos y lo besó con delicadeza, murmurando cerca de su boca.
Del bosque encantado,
un hada te ha salvado,
y en un momento inesperado
un beso te ha robado.