1er capítulo En llamas

Sujeto el termo con ambas manos, aunque el calor del té se perdió hace un rato en el aire helado. Tengo los músculos tensos de frío. Si apareciese una jauría de perros salvajes ahora mismo, no tendría muchas posibilidades de trepar a un árbol antes de que me atacasen. Tendría que levantarme, moverme y dejar que la sangre volviese a circularme por las extremidades, pero, en vez de hacerlo, me quedo sentada, tan inmóvil como la roca que tengo debajo, mientras el alba empieza a iluminar el bosque. No puedo luchar contra el sol, solo puedo observar con impotencia cómo me arrastra a un día que llevo meses temiendo.
A mediodía estarán todos en mi nueva casa de la Aldea de los Vencedores: los periodistas, los equipos de televisión, incluso Effie Trinket, mi antigua acompañante, recién llegados al Distrito 12 desde el Capitolio. Me pregunto si Effie seguirá llevando aquella ridícula peluca rosa o si habrá elegido otro color antinatural que lucir en la Gira de la Victoria. Habrá más gente esperando, varias personas listas para atender todas mis necesidades en el largo viaje en tren. Un equipo de preparación que me pondrá guapa para mis apariciones públicas. Mi estilista y amigo, Cinna, que diseñó los maravillosos trajes que hicieron que la audiencia se fijase en mí por primera vez en los Juegos del Hambre.
Si estuviese en mis manos, intentaría olvidar los Juegos del Hambre por completo, no hablaría nunca de ellos, fingiría que no han sido más que un mal sueño. Sin embargo, la Gira de la Victoria hace que mi deseo resulte imposible. La organizan en un momento estratégico, entre unos juegos y los siguientes, como si el Capitolio pretendiese mantener el horror vivo y cercano. En los distritos no solo nos vemos obligados a recordar la mano de acero del poder del Capitolio una vez al año, sino que, además, nos obligan a celebrarlo. Este año yo soy una de las estrellas del espectáculo. Tendré que viajar de distrito en distrito, ponerme delante de la multitud para que me vitoree, aunque, en realidad, me odie; mirar a la cara a los familiares de los chicos a los que he matado... El sol sigue empeñándose en salir, así que hago un esfuerzo por levantarme. Me duelen todas las articulaciones, y la pierna izquierda lleva tanto tiempo dormida que necesito pasarme unos minutos caminando para devolverla a la vida. He estado tres horas en el bosque, pero, como no he intentado cazar, no llevaré nada de vuelta. A mi madre y a mi hermana pequeña, Prim, ya no les importa. Pueden permitirse comprar carne en la carnicería
del pueblo, aunque a ninguna nos gusta más que la carne de caza. Por otro lado, mi mejor amigo, Gale Hawthorne, y su familia dependen de lo que saque hoy, y no puedo dejarlos tirados. Empiezo la hora y media de paseo que necesitaré para comprobar todas nuestras trampas. Cuando estábamos en el colegio teníamos tiempo por la tarde para mirar las trampas, cazar, recolectar vegetales y llegar a tiempo para comerciar con todo ello en el pueblo. Sin embargo, desde que Gale empezó a trabajar en las minas de carbón, como yo no tengo nada que hacer en todo el día, me encargo del trabajo. Gale ya habrá llegado a la mina y terminado el vertiginoso paseo en ascensor que lleva a las profundidades de la tierra, por lo que estará dándole golpes a una veta de carbón. Sé cómo es estar allí abajo. Todos los años, como parte de nuestra formación, mi clase de la escuela tenía que hacer una visita a las minas. Cuando era pequeña me resultaba desagradable: los túneles claustrofóbicos, el aire apestoso, la agobiante oscuridad que lo dominaba todo. Pero después de que mi padre y otros mineros muriesen en una explosión, apenas podía obligarme a subir al ascensor. Aquella excursión anual me producía una gran ansiedad, y en dos ocasiones me puse tan mala antes de ir que mi madre me dejó quedarme en casa, creyendo que tenía la gripe. Pienso en Gale, que en realidad solo se siente vivo en el bosque, con el aire fresco, la luz del sol y el agua limpia de los arroyos. No sé cómo lo soporta. Bueno..., sí lo sé: lo soporta porque es la única forma de alimentar a su madre y sus hermanos pequeños. Y aquí estoy yo, con montones de dinero, más que suficiente para alimentar a mi familia y a la suya, y él no quiere aceptar ni una moneda. Ya me ha costado convencerlo para que me dejara llevarles carne, a pesar de que él habría mantenido a mi madre y a Prim si yo hubiese muerto en los juegos. Le digo que me hace un favor, que me volvería loca si me pasara todo el día de brazos cruzados. Aun así, nunca me paso a dejarles las presas cuando él está en casa, cosa que no resulta difícil, ya que trabaja doce horas al día.
En realidad, ahora solo lo veo los domingos, cuando nos reunimos en el bosque para cazar juntos. Sigue siendo el mejor día de la semana, aunque ya no es como antes, cuando nos lo contábamos todo. Los juegos han acabado con eso. Sigo teniendo la esperanza de que, con el tiempo, volvamos a sentirnos cómodos, pero parte de mí sabe que no servirá de nada. No hay vuelta atrás.
Sacó un buen botín de las trampas: ocho conejos, dos ardillas y un castor que se metió en un artilugio de alambre diseñado por Gale. Es un mago de las trampas, es capaz de doblar los árboles jóvenes para que suban alto la presa, lejos del alcance de los depredadores; también sabe colocar troncos en equilibrio sobre disparadores de palitos y trenzar cestas de las que ningún pez puede escapar. Conforme avanzo y vuelvo a colocar cada trampa, sé que nunca podré imitar su ojo para el equilibrio, su instinto para saber por dónde cruzará la presa el sendero. Es más que experiencia, es un don natural, como mi habilidad para disparar el arco en la penumbra y derribar a mi objetivo de una sola flecha. Cuando llego a la alambrada que rodea el Distrito 12, el sol está bien arriba. Como siempre, presto atención durante un momento, pero no me llega el zumbido delator de la corriente eléctrica por el metal. Casi nunca lo electrifican, a pesar de que, en teoría, debería estarlo siempre. Me arrastro por el hueco de la parte de abajo de la alambrada y salgo a la Pradera, a un tiro de piedra de mi casa. De mi antigua casa. Todavía es nuestra oficialmente, ya que es la vivienda asignada a mi madre y mi hermana. Si me muriese ahora mismo, ellas tendrían que regresar. Por ahora, eso sí, están felizmente instaladas en la casa nueva de la Aldea de los Vencedores, y yo soy la única que utiliza el diminuto lugar en el que me crié. Para mí es mi verdadero hogar. Voy allí y me cambio de ropa. Me quito la vieja chaqueta de cuero de mi padre y me pongo un abrigo de lana buena que siempre parece apretarme demasiado en los hombros. Dejo la comodidad de mis desgastadas botas de caza y me calzo unos caros
zapatos hechos a máquina que mi madre considera más apropiados para alguien de mi posición. Ya he guardado el arco y las flechas en el tronco hueco de un árbol, en el bosque. Aunque el tiempo vuela, me permito pasar unos cuantos minutos sentada en la cocina, que tiene aire de abandono con la hornilla apagada y la mesa sin mantel. Echo mucho de menos mi antigua vida. Apenas lográbamos sobrevivir, pero sabía dónde encajaba, sabía cuál era mi lugar en los prietos hilos que formaban la tela de nuestra vida. Ojalá pudiera volver a ella, porque, en retrospectiva, me parece segura comparándola con la de ahora: tan rica y famosa, y, a la vez, tan odiada por las autoridades del Capitolio. Oigo un gemido que reclama mi atención en la puerta trasera. La abro y descubro a Buttercup, el zarrapastroso gato de Prim. Le gusta la nueva casa tan poco como a mí y siempre se va cuando mi hermana está en clase. Nunca nos hemos llevado especialmente bien, pero ahora compartimos este nuevo vínculo. Lo dejo entrar, le doy un trozo de grasa de castor e incluso le rasco entre las orejas un ratito.
—Eres horroroso, lo sabes, ¿verdad?
Buttercup me da con el hocico en la mano para que siga acariciándolo,
pero tenemos que irnos.
—Vamos, gato.
Lo sujeto con una mano, agarro mi bolsa de caza con la otra y salgo a la calle. El gato salta al suelo y desaparece debajo de un arbusto. Los zapatos me aprietan los dedos en mi camino sobre las cenizas de la calle. Como me meto por callejones y patios traseros, llego a la casa de Gale en pocos minutos, y su madre, Hazelle, me ve por la ventana, ya que está inclinada sobre el fregadero de la cocina. Se seca las manos en el delantal y se dirige a abrirme la puerta.
Me gusta Hazelle. La respeto. Su marido murió en la misma explosión que mató a mi padre, y la dejó con tres hijos varones y un bebé a punto de nacer. Menos de una semana después de dar a luz, salió a la calle en busca de trabajo. Las minas no eran una opción viable, ya que tenía que cuidar del bebé, pero consiguió que los comerciantes del pueblo le diesen su ropa para lavar. Gale, el mayor de los hijos, se convirtió a sus catorce años en el principal apoyo económico de la familia. Ya había firmado para pedir teselas, que le suponían una escasa cantidad de cereales y aceite a cambio de dejar que su nombre entrase más veces en el sorteo de los tributos. Además, ya por aquel entonces era un trampero experto. Sin embargo, eso no bastaba para mantener a una familia de cinco, así que Hazelle tenía que pelarse los dedos hasta los huesos en aquella tabla de lavar. En invierno las manos se le ponían tan rojas y agrietadas que sangraban a la menor provocación. Seguirían haciéndolo de no ser por el ungüento que le preparaba mi madre. Con todo y con eso, Hazelle y Gale están decididos a que los otros chicos (Rory, de doce años, Vick, de diez, y el bebé Posy, de cuatro) nunca tengan que pedir teselas. Hazelle sonríe al ver mi botín y agarra el castor por la cola, sopesándolo:
—Esto servirá para un buen estofado.
A diferencia de Gale, a ella no le parece mal nuestro acuerdo de caza.
—Y tiene buena piel —respondo. Me reconforta estar aquí con Hazelle, hablando de las cualidades de las presas, como siempre hemos hecho. Me sirve una taza de infusión, y yo la sujeto con ambas manos para calentármelas—. ¿Sabes? Cuando vuelva de la gira estaba pensando en llevarme a Rory conmigo de vez en cuando, después de la escuela, para enseñarle a disparar.
—Eso estaría bien. A Gale le gustaría hacerlo, pero solo tiene libres los domingos, y creo que le gusta guardarlos para ti. No puedo evitar que el color me suba a las mejillas. Es una estupidez, claro, porque nadie me conoce mejor que Hazelle y sabe el vínculo que comparto con Gale. Estoy segura de que mucha gente supuso que nos acabaríamos casando, aunque yo nunca pensé en ello. Sin embargo, eso fue antes de los juegos, antes de que mi compañero tributo, Peeta Mellark, anunciase que estaba loco por mí. El romance se convirtió en una estrategia clave para nuestra supervivencia en la arena. El problema es que para Peeta no era tan solo una estrategia. No estoy segura de lo que fue para mí, pero sé el dolor que le supuso a Gale. Cuando pienso en que Peeta y yo tendremos que presentarnos de nuevo como enamorados en la Gira de la Victoria, noto un nudo en el pecho.
Me trago la infusión de golpe, aunque está demasiado caliente, y me aparto de la mesa.
—Será mejor que me vaya y me ponga presentable para las cámaras.
—Disfruta de la comida —responde Hazelle, dándome un abrazo.
—Por supuesto.
Mi siguiente parada es en el Quemador, donde solía hacer casi todos mis trueques. Hace años era un almacén de carbón, hasta que dejó de usarse y se convirtió primero en un lugar de encuentro para el comercio ilegal y después en un mercado negro en toda regla. Supongo que al ser un sitio que atrae a los delincuentes, debe de ser mi sitio. Cazar en el bosque que rodea el Distrito 12 viola al menos una docena de leyes y se castiga con la muerte.
Las personas que frecuentan el Quemador nunca mencionan lo mucho que les debo. Gale me dijo que Sae la Grasienta, la anciana que vende sopa, inició una colecta para patrocinarnos a Peeta y a mí durante los juegos. En teoría era una cosa del Quemador, pero mucha gente más se enteró y quiso participar. Aunque no sé exactamente cuánto dinero fue y soy consciente de que el precio de cualquier cosa en la arena era exorbitante, lo cierto es que su contribución bien pudo salvarme la vida. Todavía me resulta extraño abrir la puerta principal con el saco vacío, sin nada que intercambiar, y con el bolsillo lleno de monedas pegado a la cadera. Intento cubrir el mayor número de puestos posible y repartir mis compras de café, bollos, huevos, hilo y aceite por todos ellos. En el último momento decido comprar tres botellas de licor blanco de una mujer manca llamada Ripper, una víctima de accidente minero que había tenido la astucia suficiente para encontrar la forma de ganarse la vida.
El licor no es para mi familia, sino para Haymitch, que hizo de mentor de Peeta y mío en los juegos. Es hosco, violento y está borracho casi todo el tiempo, pero hizo bien su trabajo. Bueno, lo hizo más que bien: por primera vez en la historia, dos tributos consiguieron ganar. Así que, sea Haymitch como sea, se lo debo, y es una deuda que he contraído para siempre. Le compro el licor blanco porque hace unas semanas se quedó sin botellas y no había ninguna a la venta, así que tuvo el síndrome de abstinencia, y se pasaba todo el tiempo temblando y gritándoles improperios a seres que solo él veía. Asustó mucho a Prim y, la verdad, para mí tampoco fue muy divertido verlo de aquella manera. Desde entonces me he dedicado a reunir mi propia reserva de alcohol, por si vuelve a haber escasez. Cray, el jefe de nuestros agentes de la paz, frunce el ceño al verme con las botellas. Es un hombre mayor con unos cuantos mechones de pelo plateado peinados de un lado sobre su cara rojo chillón.
—Eso es demasiado fuerte para ti, chica. —Él lo sabe bien porque, después de Haymitch, Cray bebe más que ninguna otra persona que conozco.
—Es que mi madre lo usa para sus medicinas —respondí, como sin darle importancia.
—Bueno, la verdad es que eso lo mata todo —responde, dejando una moneda en el mostrador para pagar una botella. Cuando llego al puesto de Sae la Grasienta me siento al mostrador y pido sopa, una especie de mezcla de calabaza y alubias. Un agente de la paz llamado Darius se acerca y compra un cuenco mientras estoy comiendo. Para ser un representante de la ley, está entre mis favoritos, porque nunca abusa de su poder y tiene sentido del humor. Aunque tendrá unos veinte años, no parece mucho mayor que yo; hay algo en su sonrisa, en el pelo rojo que le sale disparado en todas direcciones, que le da aspecto de crío.
—¿No tendrías que estar en un tren? —me pregunta.
—Vienen a por mí a mediodía.
—¿Y no deberías tener mejor pinta? —pregunta, en un susurro bien alto. No puedo evitar sonreír ante sus pullas, a pesar de mi humor—. Quizá un lazo en el pelo o algo. —Me agita la trenza y yo le aparto la mano.
—No te preocupes, cuando terminen conmigo estaré irreconocible.
—Bien. A ver si demostramos un poco de orgullo de distrito para variar, señorita Everdeen, ¿eh? —Mira a Sae la Grasienta y sacude la cabeza con aire burlón, como si me regañase; después se aleja para reunirse con sus amigos.
—¡Eh, devuélveme ese cuenco! —le grita Sae, pero, como lo hace entre risas, no parece demasiado preocupada—. ¿Va Gale a despedirte? —me pregunta.
—No, no estaba en la lista, pero lo vi el domingo.
—Creía que lo habrían puesto en la lista. Como es tu primo y tal.. -añade irónica.
No es más que parte de la mentira que ha fabricado el Capitolio. Cuando Peeta y yo nos quedamos entre los ocho finalistas
de los juegos, enviaron periodistas para preparar historias personales sobre nosotros. Preguntaron por mis amigos y todos los dirigieron a Gale. Sin embargo, no les convenía que Gale fuese mi
mejor amigo, porque yo estaba en pleno romance en la arena. Era demasiado guapo, demasiado masculino, y no parecía nada dispuesto a sonreír y poner buena cara ante las cámaras. No obstante, los dos tenemos ese aire de la Veta: cabello liso oscuro, piel aceitunada, ojos grises. Así que a algún genio se le ocurrió convertirlo en mi primo. Yo no me enteré hasta que ya estábamos en casa, en el andén de la estación del tren, cuando mi madre  dijo: «¡Tus primos están deseando verte!». Entonces me volví, y allí estaban Gale, Hazelle y todos los críos, esperándome, así que no me quedó más remedio que seguirles la corriente. A pesar de que Sae la Grasienta sabe que no somos parientes, algunas de las personas que nos conocen desde hace años parecen haberlo olvidado.
—Estoy deseando terminar con todo esto de una vez —susurro.
—Lo sé, aunque tienes que empezarlo para poder terminarlo.
Será mejor que no llegues tarde. Mientras camino hacia la Aldea de los Vencedores empieza a nevar un poco. Desde la plaza del centro del pueblo hasta la Aldea hay apenas un kilómetro de distancia, pero es como entrar en otro mundo completamente distinto. Se trata de una comunidad independiente construida alrededor de un precioso parque salpicado de arbustos en flor. Hay doce casas, y cada una de
ellas es diez veces más grande que el hogar en que me crié. Nueve siguen vacías, como siempre han estado. Las tres en uso pertenecen a Haymitch, a Peeta y a mí. Las casas habitadas por mi familia y Peeta desprenden un cálido hálito de vida: ventanas iluminadas, humo en las chimeneas, ramilletes de maíz de colores pegados a las puertas de entrada como decoración para celebrar el próximo Festival de la Recolección. Sin embargo, la casa de Haymitch, a pesar de los cuidados del encargado de la Aldea, rebosa abandono y dejadez. Me detengo un instante en su puerta para prepararme, porque sé que dentro estará todo asqueroso; después, entro.
Arrugo la nariz de inmediato ante el olor. Haymitch se niega a dejar que alguien vaya a limpiarle, y él no lo hace nada bien. Con el paso de los años, la peste a licor, vómito, col hervida y carne quemada, ropa sin lavar y excrementos de ratón se ha mezclado hasta formar un hedor que hace que me lagrimeen los ojos. Me abro paso a través de un montón de envoltorios vacíos, vasos rotos y huesos, y me dirijo al lugar en que sé que encontraré a Haymitch. Está sentado a la mesa de la cocina, con los brazos extendidos sobre la madera y la cara en un charco de licor, roncando como un poseso. Le doy un codazo en el hombro.
—¡Levanta! —grito, porque he aprendido que no existe ninguna forma sutil de despertarlo. Sus ronquidos cesan durante un momento, como si estuviese desconcertado, pero después siguen. Lo empujo con más fuerza—. ¡Levanta, Haymitch, es el día de la gira! Abro la ventana y tomo grandes bocanadas de aire limpio del exterior. Después rebusco con los pies entre la basura del suelo, desentierro una cafetera de hojalata y la lleno en el fregadero. La hornilla no está del todo apagada y consigo devolverle la vida a unos cuantos carbones encendidos. Echo café molido en la cafetera, lo suficiente para asegurarme de que el brebaje resultante sea bueno y fuerte, y la pongo a hervir en la hornilla. Haymitch sigue en otro mundo. Como lo demás no ha funcionado, lleno un barreño de agua helada, se lo vacío en la cabeza
y me aparto de un salto. Un sonido animal gutural le sale de la garganta, y se levanta de un salto dándole una patada a la silla (que acaba tirada a tres metros de él) y blandiendo un cuchillo. Se me había olvidado que siempre duerme con uno en la mano. Tendría que habérselo quitado antes, pero tenía muchas cosas en la cabeza. Sin dejar de soltar blasfemias, acuchilla el aire unos segundos antes de darse cuenta de lo que está haciendo. Entonces se seca la cara con la manga de la camisa y se vuelve hacia el alféizar de la ventana, donde me había encaramado por si tenía que huir a toda prisa.
—¿Qué estás haciendo? —pregunta, rabioso.
—Me dijiste que te despertara una hora antes de que llegasen las cámaras.
—¿Qué?
—Fue idea tuya —insisto.
—¿Por qué estoy mojado? —pregunta, después de acordarse de lo que le digo.
—No podía despertarte. Mira, si querías una niñera, habérselo pedido a Peeta.
—¿Pedirme el qué? —Solo con oír su voz se me forma un nudo de emociones desagradables en el estómago, como culpa, tristeza y miedo. Y nostalgia; debo admitir que también hay algo de eso, pero tiene demasiada competencia como para vencer. Peeta se acerca a la mesa; la luz del sol que entra por la ventana arranca destellos de la nieve caída sobre su pelo rubio. Parece fuerte y sano, muy distinto al chico enfermo y muerto de hambre que conocí en la arena, y ya casi no se le nota el cojeo. Deja una barra de pan recién hecho en la mesa y alarga una mano en dirección a Haymitch.
—Te pedí que me despertaras sin provocarme una neumonía
—dijo Haymitch, dándole el cuchillo a Peeta. Se quita la sucia camisa dejando al aire una camiseta interior igual de manchada y se frota el cuerpo con la parte seca. Peeta sonríe y moja el cuchillo de Haymitch en el licor blanco derramado de una botella del suelo. Después limpia la hoja en el borde de su camiseta y corta el pan. Él nos mantiene a todos bien suplidos de bollería. Yo cazo, él hornea, Haymitch bebe. Cada uno tenemos nuestra forma de mantenernos ocupados, de quitarnos de la cabeza el tiempo que pasamos en los Juegos del Hambre. No me mira hasta que le da la tapa del pan a
Haymitch.
—¿Quieres un trozo?
—No, he comido en el Quemador —respondo—, pero gracias.
—No parece mi voz, es demasiado formal, igual que todas las otras veces que he hablado con Peeta desde que las cámaras terminaron de filmar nuestra feliz vuelta a casa y regresamos a nuestras vidas reales.
—De nada —responde, igual de serio. Haymitch tira la camisa al suelo, entre la porquería.
—Brrr. Vosotros dos tenéis que darle un poco de calor al asunto antes de que empiece el espectáculo. Tiene razón, por supuesto. La audiencia estará esperando al par de enamorados que ganaron los Juegos del Hambre, no a dos personas que apenas pueden mirarse a los ojos. Sin embargo, me limito a decir:
—Date un baño, Haymitch.
Salgo por la ventana, caigo en el suelo y atravieso el jardín en dirección a mi casa. La nieve ha empezado a cuajar, así que dejo un rastro de huellas detrás de mí. En la puerta principal me detengo para sacudirme los zapatos antes de entrar. Mi madre lleva trabajando día y noche para que todo quede perfecto ante las cámaras; no es buen momento para manchar sus relucientes suelos. Nada más pisar la entrada, mi madre aparece y me toma del brazo, como si deseara detenerme.
—No te preocupes, me los quito aquí —le digo, dejando los zapatos en el felpudo.
Mi madre deja escapar una risa extraña y entrecortada, y me quita el saco lleno de suministros que llevo al hombro.
—No es más que nieve. ¿Cómo ha ido tu paseo?
—¿Paseo? —pregunto. Sabe que he estado media noche en el bosque. Entonces veo al hombre que está detrás de ella, en la puerta de la cocina. Con solo echarle un vistazo a su traje a medida y los rasgos alterados quirúrgicamente sé que es del Capitolio. Algo va mal—. Más que pasear, he patinado. El suelo se está poniendo muy resbaladizo ahí fuera.
—Ha venido alguien a verte —dice mi madre. Está demasiado pálida y noto la ansiedad que intenta ocultar.
—Creía que no venían hasta las doce —respondo, fingiendo no darme cuenta de su estado—. ¿Ha llegado antes Cinna para ayudar a prepararme?
—No, Katniss, es...
—Por aquí, señorita Everdeen, por favor —dice el hombre, señalando al otro lado del vestíbulo. Es extraño que alguien te dirija en tu propia casa, pero sé que es mejor no comentar nada. Mientras avanzo, sonrío a mi madre por encima del hombro
para tranquilizarla.
—Seguro que son más instrucciones para la gira. Me han estado enviando todo tipo de cosas sobre mi itinerario y el protocolo que debo seguir en cada distrito. Sin embargo, conforme me acerco a la puerta del estudio, una puerta que nunca he visto cerrada hasta ahora, noto que el cerebro se me pone en marcha. «¿Quién está aquí? ¿Qué quiere? ¿Por qué está mi madre tan pálida?»
—Entre —me ordena el hombre del Capitolio, que me ha seguido por el vestíbulo.
Giro el pomo de latón pulido y hago lo que me dice. A mi nariz llegan dos olores contradictorios: rosas y sangre. Un hombre bajito de pelo blanco que me resulta vagamente familiar está leyendo un libro. Entonces levanta un dedo, como diciendo:, «Dame un momento». Cuando se vuelve para mirarme, me da un vuelco el corazón. Estoy mirando a los ojos de serpiente del presidente Snow

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Jessi
"Un libro no es un conjunto de palabras impreso en papel, un libro es un mundo abierto a tu imaginación donde cada latir es un sueño".

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