—¡Date prisa! —¿Quieres tranquilizarte? Ya casi he terminado. Con los dientes apretados, Allie se acuclilló en la oscuridad para pintar la última S mientras Mark, arrodillado junto a ella, la alumbraba con una linterna. Sus voces resonaban en el pasillo desnudo. El foco de luz que iluminaba la obra tembló ligeramente cuando él se rio por lo bajo. De repente dieron un respingo. Habían oído un chasquido. Unas luces parpadearon a lo lejos antes de proyectarse en el vestíbulo del colegio. Dos uniformes se perfilaron en el umbral de entrada. Allie dejó caer el brazo, despacio, sin retirar el dedo del aerosol de pintura, dibujándole así a la letra una especie de cola grotesca que bajaba por la puerta del despacho del director hasta el sucio suelo de linóleo.—Corre. En cuanto la palabra hubo salido de sus labios, Allie salió volando por el amplio pasillo. El chirrido de la suela de sus deportivas resonaba hueco en el silencio del Instituto Brixton. No se volvió a mirar si Mark la seguía. Ignoraba dónde se habían metido los demás, pero el padre de Harry lo mataría si volvían a pillarlo con las manos en la masa. Allie dobló una esquina como alma que lleva el diablo y enfiló por un tramo de pasillo sumido en tinieblas. Distinguió un resplandor verdoso al fondo, el aviso de una salida de emergencia. Un estremecimiento de euforia le recorrió el cuerpo mientras corría hacia la que iba a ser su salvación. Iba a conseguirlo. Se iba a librar. Casi estampándose contra la puerta doble, empujó con todas sus fuerzas la barra que había de abrirle el paso a la libertad. No cedió. Incapaz de dar crédito, volvió a empujar, pero la puerta estaba bloqueada. Maldita sea. Si no fuera porque acabo de cometer un acto de vandalismo, pensó, los denunciaría al periódico del barrio. Escudriñó el amplio pasillo, desesperada. La policía se interponía entre ella y la entrada principal. Y la única salida trasera estaba cerrada. Tenía que encontrar otra vía de escape. Contuvo el aliento para aguzar el oído. Las voces y los pasos se dirigían hacia ella. Con las manos en las rodillas, hundió la cabeza. Las cosas no podían acabar así. Sus padres la iban a hacer pedazos. ¿Detenida tres veces en un año? Como si no hubiera sido bastante fastidio que la matricularan en aquel maldito instituto. ¿Adónde la enviarían ahora? Corrió hacia una puerta cercana. Uno, dos, tres pasos. Probó la manilla. Cerrada. Avanzó por el pasillo hasta la siguiente. Uno, dos, tres, cuatro pasos. Cerrada. Estaba corriendo directamente hacia la policía. Aquello era una locura. Por fin, la tercera puerta se abrió. Un almacén. ¿Dejan el almacén abierto pero cierran las aulas? Los que dirigen este instituto son idiotas. Deslizándose con suma cautela entre los estantes atestados de paquetes de papel, fregonas y material eléctrico que no podía identificar en la penumbra, dejó que la puerta se cerrara a su espalda mientras trataba de recuperar el aliento. Una oscuridad negra como boca de lobo la envolvía. Tendió una mano ante ella —justo delante de los ojos— y no pudo verla. Sabía que estaba ahí; notaba su presencia. Sin embargo, la imposibilidad de atisbarla la desorientó un momento. Al estirar los brazos para recuperar el equilibro, empujó un montón de papel apilado. A tientas, luchó por evitar que cayera. Oía voces amortiguadas procedentes del exterior; sonaban muy lejanas. Solo tenía que esperar unos instantes y se habrían ido. Apenas unos minutos más. Hacía un calor sofocante. Tranquilízate.
Contó sus pesadas respiraciones... Doce, trece, catorce. Era inútil. Ya había empezado. Aquella sensación de estar atrapada en un bloque de cemento sin poder respirar. El corazón le latía a mil, el miedo le atenazaba la garganta. Por favor, Allie, tranquilízate, se suplicó a sí misma. Solo cinco minutos más y estarás a salvo. Los chicos no te delatarán. Aquello no iba bien. Estaba mareada, asfixiada. Tenía que salir de allí. El sudor le resbalaba por el rostro y el suelo parecía mecerse bajo sus pies; tendió la mano hacia la manilla de la puerta. No, no, no, no es posible. El interior de la hoja era completamente liso. Frenética, palpó la totalidad de aquella puerta inamovible y después la pared de alrededor. Nada. Imposible abrirla desde el interior. Empujó la hoja, repasó los rebordes con las uñas, pero no cedía. Sintió que le faltaba el aire. La oscuridad era completa. Con los puños cerrados, aporreó aquella puerta lisa e implacable.
—¡Socorro! No puedo respirar. ¡Abran! No obtuvo respuesta.—¡Auxilio! ¿Por favor? Le horrorizó el tono suplicante de su propia voz. Apoyó la mejilla contra la hoja y boqueó entre sollozos para tomar aire mientras golpeaba la madera con las manos. —Por favor. Cuando la puerta se abrió al fin, lo hizo tan de repente que Allie se precipitó directamente a los brazos de un agente de policía. Sin soltarla, el hombre dio un paso atrás para enfocarle los ojos con el haz de una linterna, reparando así en su aspecto desgreñado y en sus mejillas bañadas en lágrimas. Por encima de ella, el agente dirigió una sonrisa burlona a un segundo policía. Fue entonces cuando Allie vio a Mark, cabizbajo y sin gorra. El segundo agente, que lo tenía aferrado por el brazo, sonrió a su vez. Entre el murmullo constante que puebla una comisaría la noche de un viernes de verano cualquiera, Allie distinguió la voz de su padre con tanta claridad como si lo tuviera delante. Dejó de juguetear con un mechón de cabello para mirar nerviosa hacia la puerta.—No sabe cuánto se lo agradezco. Lamento muchísimo las molestias —le oyó decir. Conocía bien aquel tono de voz: humillado. Por su culpa. Llegó hasta ella otra voz masculina cuyas palabras no alcanzó a distinguir y luego otra vez la de su padre— Sí, estamos tomando medidas y le agradezco el consejo. Lo hablaremos y mañana tomaremos una decisión. ¿Una decisión? ¿Qué clase de decisión? Justo en aquel momento la puerta se abrió y los ojos grises de Allie se posaron en la mirada azul y fatigada de su padre. Al mirarlo, se le encogió un poco el corazón. Sin afeitar y tan desaliñado, parecía mayor. Y muy cansado. El padre de Allie entregó unos papeles a una agente, quien apenas los miró antes de añadirlos a su expediente. La mujer sacó de un cajón el sobre grande que contenía las cosas de Allie y lo empujó en dirección al adulto. Luego declaró con voz monótona:—Queda usted a disposición de su padre. Puede irse.