¡Me asfi xio!
Sergio me besa y yo me asfi xio.
No es por su beso, es por el calor tan tremendo que hace en el interior del coche. Me gusta que me bese, pero estoy tan acalorada que la angustia comienza a apoderarse de mí. Muevo la mano en busca del botón para bajar el cristal de la ventanilla y él, al darse cuenta, me pregunta:
—¿Qué haces?
Sudorosa y a punto del desmayo, respondo:
—Necesito aire. Baja el cristal de las ventanillas, ¿no ves que estamos sudando?
Sergio, mi chico desde hace seis meses, me mira y, besándome el cuello, murmura:
—Hay demasiados coches alrededor y nos verán.
—¿Y qué más da? —pregunto, chorreando de sudor.
Mi guapo acompañante, un morenazo de los que a mí me gustan, dice excitado y deseoso de continuar:
—Verán que estás sin camiseta y luego la gente hablará. Eso me toca la moral. Me importa un pito lo que piense la gente y así se lo digo:
—Lo que hable, piense o imagine la gente sabes que me da igual.
—A mí no —sentencia como siempre.
Voy a protestar, pero su boca cubre la mía, de modo que no puedo hablar. Su respiración se acelera y noto que tantea por mi espalda para abrir el cierre del sujetador. Me arqueo un poco para facilitárselo,pero nada. Parece que... parece que... no atina. Es un poco torpe, para qué lo voy a negar.
—No quiero que vayas mañana a trabajar a ese hotel —me dice.Deseosa de que me desabroche el sujetador de una vez, musito:
—No empieces con eso.
—Yanira —insiste—. Los hombres te mirarán y...
—No me vengas con celos, que sabes que eso a mí no me va. Si algo tengo claro es que ni soy celosa ni quiero dar celos. No creo en el amor ni en la pareja. ¿Por qué? Pues porque cuando yo tenía veinte años, un neozelandés que vino de vacaciones a Tenerife
me rompió el corazón y, tras sufrir el desengaño de mi vida, me lo blindé a prueba de amoríos y tonterías románticas. ¡Paso de ellos! No soy una princesa que busca a su príncipe azul, especialmente porque creo que los príncipes no existen y, de ser así, desde luego yo no los veo. Cuando me despidieron de la guardería, decidí intentar cumplir mi sueño, que es ser cantante. Y, para mi suerte, el Grand Hotel Mencey me ha contratado como chica de coro para las actuaciones nocturnas. Pero como siempre, lo que a mí me hace feliz, a este tontorrón que se cree mi novio no le gusta e insiste:
—Prefi ero que continúes trabajando en la tienda de tus padres.
—Pues yo no —resoplo—. Yo preferiría seguir trabajando en la guardería, pero para mi desgracia me despidieron. Por lo tanto, a cantar. Que me gusta, dicen que lo hago bien y ahora puedo dedicarme a ello —sentencio.Durante unos minutos continúa la lucha con el cierre de mi sujetador, mientras yo sigo sudando y sudando. Cuando ya no puedo más, me retiro y le grito tan enfadada que casi se me saltan las lentillas:
—¡Dej...!
Pero su boca va directa a la mía y no puedo decir nada. La respiración se le acelera mientras me besa y, torpemente, tantea de nuevo el cierre del sujetador intentando desabrocharlo. Espero que esta vez acierte. Pero no lo hace...
¡Será torpón! Durante varios minutos sigue en su lucha mientras yo sudo y me acaloro más, hasta que, ya harta, lo aparto de un empujón e insisto:—Baja la ventanilla, por favor...
—No.
—¡Me muero de calor!
—He dicho que no.
Intento entenderlo. Intento todo lo imaginable, pero cuando siento que me voy a desmayar, exijo:
—O bajas la ventanilla o me bajo del coche.
Me mira boquiabierto y yo levanto las cejas. Sergio es mi último ligue. Es el hermano mayor de un amigo de
mis hermanos mellizos. Recuerdo que cuando vino a buscar al chico a casa, pensé: «¡Qué tío más interesante!». Pero cada día que pasamos juntos, queda patente que no estamos hechos el uno para el otro. Siempre me han atraído los hombres mayores que yo. Su personalidad me encanta, mientras que los de mi edad me aburren soberanamente. No soy una devorahombres, pero tampoco una monja de clausura. He aprendido que en la vida he de intentar coger lo que me gusta y el sexo es una de las cosas que me atrae y disfruto. Por suerte, tengo una familia muy liberal que no se asusta por los cotilleos de vecindario. Papá y mamá tuvieron que sufrir su propia ración de habladurías cuando se conocieron y se enamoraron, y hoy por hoy lo único que les preocupa es que sus hijos sean felices y buenas personas... El resto les da igual. La verdad es que Sergio es una excelente persona, pero su carácter y el mío son demasiado diferentes. Me repatea que sea tan controlador, tan poco aventurero y tan remilgado.
No se come en su coche. No se fuma en su coche. No se pone la música alta en su coche. Si vuelvo de la playa con la tabla de surf, no puedo ir en su coche porque se lo lleno de arena.
Lo que al principio me pareció gracioso y me hacía reír ahora no lo soporto. Normalmente, no me echan atrás los problemas y tengo mil ideas para solucionarlos, pero con él todas mis iniciativas han fallado. ¡Es cuadriculado! Y, para remate, ahora no se bajan las ventanillas del coche porque los demás pueden ver lo que estamos haciendo. ¿Por qué no se suelta de una vez el pelo y simplemente disfruta de la vida? Sin moverse, me mira y dice:
—Si quieres que baje las ventanillas, ponte la camiseta. ¡Flipante!
Ve que estoy mosqueada y sudando como un pollo ¿y lo único que le importa es que me ponga la camiseta?
Sin dejar de mirarlo, toco el botón del cristal de mi lado, pero veo que está bloqueado. Mi mal humor crece, miro a Sergio y siseo:
—Estoy empapada en sudor, ¡¿quieres hacer el favor de bajar la puñetera ventanilla?! Mi tono de voz parece que lo hace refl exionar, porque se aparta y, frunciendo el cejo, toca uno de los botones y la ventanilla de mi lado baja un cuarto.
—Más —exijo.
Lo piensa y vuelve a apretar el botón hasta que el cristal baja a la mitad. Pero yo necesito aire o me va a dar algo e insisto:
—Sergio, por Dios, ábrelas del todo, ¿no ves que los cristales están empañados? Pero él sigue obstinado y, cambiando el tono de voz, repite:
—Ponte la camiseta. No quiero que nadie te vea así.
Llevo un sujetador negro que parece un biquini, pero, aun así, Sergio continúa:
—Tenemos familia y...
—Pero ¿qué narices estás diciendo?
—Digo simplemente que tu familia tiene negocios en la isla y que yo trabajo para una correduría de seguros y todo el mundo nos conoce. ¿Quieres que hablen de nosotros? Este chico a veces me deja sin palabras, pero intentando calmarme, consigo decir:
—Tengo calor, Sergio. Y todo el mundo que está aquí, en el aparcamiento de la playa de las Teresitas, ha venido a lo mismo...
—Tienes veinticinco años, Yanira, y yo treinta y tres.
—¿Y qué?
Pero antes de que conteste, resoplo y me planto de una vez por todas.
—Mira, Sergio, ¡esto no funciona! Y perdona que te lo diga, pero no es cuestión de edad. Una de dos, o este tío es tonto o tiene cera en los oídos, porque insiste:
—Nos verá todo el mundo y luego la gente habla, ¿no lo has pensado? Resoplo, resoplo y resoplo. En mi casa, para mofarse de mí me llaman Resoplidos. Mi paciencia llega al límite al ver sus miradas reprobadoras. Levanto la voz indignada:
—Pero ¿tú crees que alguien se va a fi jar en nosotros? Joder, Sergio, todos los que estamos aquí hemos venido para estar con nuestras parejas. ¡Para disfrutar del sexo y meternos mano! ¿Acaso tú te paras a mirar lo que hacen en el coche de al lado?
Al decirlo, miro hacia la derecha y me quedo con la boca abierta. A escasos metros de nuestro coche, una pareja que está en el suyo con las ventanillas bajadas se lo pasa genial sin importarles el que dirán. ¡Olé por ellos! Veo cómo ella sube y baja sobre él sin ningún decoro, mientras se besan con pasión y disfrutan del momento sin pensar en nada más. Eso es exactamente lo que yo quiero. Al darse cuenta de lo que estoy mirando, Sergio sube rápidamente la ventanilla y me espeta:
—¿Qué haces mirando lo que hacen ésos?
De repente me entra la risa fl oja, algo habitual en mí y que suele desesperar a los que me rodean.
Joder... si antes digo que nadie mira lo que hacen los demás... ¡Si la primera en hacerlo soy yo!
Suspiro y oigo a Sergio decir:—Creo que será mejor que nos vayamos. Molesta, yo resoplo de nuevo. ¡Estoy a punto de explotar! Al verme así, él cambia de idea y fi nalmente dice:
—Vale, arrancaré el coche y lo llevaré al fondo del aparcamiento. Allí parece que no hay nadie. Tenemos que hablar. Bueno... bueno.... bueno... Ese «tenemos que hablar» suena interesante. Aunque lo que me tenga que decir no me preocupa ni me inquieta. El pobre cada día me aburre más con sus remilgos. Y eso que sólo llevamos juntos unos meses. No quiero imaginar lo que podría ser un futuro con él.
Sergio para de nuevo el coche y, efectivamente, en esa parte del aparcamiento no hay nadie; además, la única farola que hay está rota. A oscuras, e indignada por todo lo ocurrido, salgo del coche. Él sale tras de mí.
—Yanira, esto no puede seguir así.
Asiento. Tiene razón.
—Oh, no... no puede seguir así.
Durante por lo menos media hora, nos decimos todo o que nos tenemos que decir y ninguno de los dos se corta un pelo. Si él dice, yo respondo. Si yo digo, él responde. Ambos nos llenamos de reproches y una vez hemos sacado todo lo que llevamos un tiempo callando, nos miramos en silencio. Está claro que lo nuestro se ha acabado. Cuando nos calmamos, me enciendo un cigarrillo. Yo apenas fumo, pero en estos momentos lo necesito. Y de pronto, contra pronóstico, Sergio me quita el cigarrillo, lo pisa, me atrapa contra el coche y empieza a besarme.
¡Oh, sí..., esto sí! Esta pasión suya fue lo que me enamoró, lo que me cautivó. Lo que hizo que quisiera estar con él. Dejo que me bese. Me encanta cuando se muestra exigente e impetuoso. La brisa de la playa me da en la cara y siento que recupero las fuerzas.
¡Vivan la brisa del mar y el sexo!
Sergio mete las manos por debajo de mi camiseta y empieza a batallar de nuevo con el broche del sujetador. Defi nitivamente, es torpe. Sonrío y yo misma me lo desabrocho. Luego me saco los tirantes
por las mangas, tiro del sujetador por debajo de la camiseta y, enseñándoselo, digo:
—Obstáculos fuera.
Sergio mira a ambos lados y cuando ve que nadie nos está mirando, sonríe y yo me lanzo a su boca. Mientras nos besamos me toca los pechos y yo, deseosa de continuar la morbosa escena tras nuestra
acalorada discusión, me muevo hasta quedar sentada sobre un lateral del capó del coche. Nos seguimos besando y, en un momento dado, me quito la camiseta y me quedo desnuda de cintura para arriba. Sergio se aparta, me mira y gruñe:
—¿Qué haces?
¡Ya estamos otra vez! Pero mimosa, le toco el botón del pantalón y digo en voz baja y sensual:—Tranquilo, está oscuro y nadie nos ve. ¿No quieres que lo hagamos sobre el capó del coche? Vamos..., dame lo que te pido. Su cara es un poema, pero mi risa se congela cuando dice.
—Lo que planteas es indecoroso. ¡¿Estás loca?!
¿Indecoroso? ¿Loca?
Plan A: lo mando a paseo.
Plan B: olvido lo que ha dicho y continúo.
Plan C: ahora disfruto y luego lo mando a paseo.
Finalmente me decido por el plan B... Quiero que continuemos. Lo agarro de las presillas de los pantalones y murmuro, dispuesta a
hacerle cambiar de idea.
—Nadie nos ve. Y si nos ven, ¡que disfruten! Vamos, Sergio... te deseo.
—Y yo a ti... pero...
—Pero ¡¿quéeeeeeeeee?!
Su rostro es un mar de contradicciones. No sabe qué hacer. El Sergio primitivo y apasionado que conozco en la intimidad de una habitación lucha por salir y disfrutar como un loco, pero se niega y responde:
—No soy un exhibicionista.
—Ni yo tampoco... —Sonrío—. Pero sólo estamos tú y yo... No tienes más que desabrocharte el pantalón y...
—No.
—Vamos, tonto... sé que te gusta.
—He dicho que no —replica.
Tiene la respiración acelerada mientras me mira los pechos. ¿Qué le ha pasado? ¿Por qué con el paso de los meses se ha vuelto tan mojigato? Cuando lo conocí era más atrevido, más osado, más salvaje. Sé
que le tienta hacer lo que propongo, le gusta el sexo y a mí me gusta hacerlo con él, pero se resiste. Divertida, agarro uno de mis pechos e insisto, provocándolo:
—Ven...
Pero ni «ven» ni porras. Cogiéndome del brazo, me baja del capó del coche de un tirón, abre la puerta rápidamente y, empujándome, sisea:
—¡Métete dentro!
¡Se acabó! ¡No puedo más! No me gusta esa orden, ni su voz, ni su gesto. No me gusta y me resisto. Enfadada, me vuelvo hacia él y grito, empujándolo yo también:
—No vuelvas a agarrarme así en toda tu vida, ¿entendido?
—Y al ver su mirada pregunto—: Pero ¿qué narices te pasa? No contesta. Nos miramos. La furia crece en mí y me pongo la camiseta. Las ganas de sexo se me han evaporado y lo último que deseo en este instante es su contacto.
—No sé qué te pasa —digo—. Siempre tan preocupado por si alguien nos ve.
—Me preocupo por tu...
—Por mi ¿qué? —Y al ver que no contesta, prosigo—: Si realmente te preocuparas por mí, no estaríamos discutiendo. Estaríamos besándonos, acariciándonos y pasándolo bien. ¿Sabes qué?, estoy harta. Harta de tu falta de espontaneidad. Harta de tus limitaciones. Harta. Mis palabras le calan hondo. Lo sé. Lo veo. Nunca me ha visto tan furiosa como hoy y, dispuesta a acabar la discusión que hemos tenido antes, suelto:
—Mira, Sergio, creo que tú y yo como pareja hemos tocado fondo. No queremos las mismas cosas, somos muy diferentes. Cada día está más claro y yo no estoy dispuesta a cambiar ni por ti ni por nadie y, por supuesto, tampoco te voy a pedir que tú cambies por mí. Eres un tipo genial, maravilloso, pero lo nuestro no funciona. Se acabó. Sin moverme de mi sitio, veo cómo el hombre que hace unos meses me volvía loca asiente y finalmente dice:
—Tienes razón. Esto no funciona. Yo busco a una chica que me quiera, que me haga sentir especial y tú, Yanira, eso no vas a hacerlo nunca. Lo mejor es cortar. Al oírlo hablar así, mi nivel de cabreo desciende. Me da pena y asiento. Tiene razón, yo no lo voy a querer nunca como él desea.
—Lo nuestro ha sido bonito —expongo—, pero sabemos desde hace tiempo que no funciona. Me gustas y sé que te gusto, pero no te quiero como debería quererte y...
—Lo sé. No hace falta que lo jures.
Esto lo deja todo claro y, sin ganas de seguir hurgando en la herida, lo miro y concluyo:
—Entonces, creo que hasta aquí hemos llegado. Sergio asiente con gesto serio y, mirándome, dice:
—Tienes razón. Llevo un mes pensándolo, pero era incapaz de dar el paso. Gracias, Yanira. Me has ayudado a hacer algo que me costaba mucho.
Está claro que ambos pensamos lo mismo y eso me quita un peso de encima. Sergio me pregunta si quiero que me lleve a casa, pero yo no tengo ganas de continuar más rato a su lado, así que me acerco, le doy un beso en la mejilla, cojo mi bolso del coche y respondo:
—No, gracias. Prefi ero ir dando un paseo.
—¿Seguro?
—Sí.
—¿Amigos? —pregunta mirándome.
Lo miro a mi vez con afecto. Sergio es una excelente persona y con una sonrisa, contesto:
—Claro que sí, mi niño. Aunque lo nuestro haya acabado, sé que nos tenemos cariño y estaré encantada de poder ser tu amiga. Y ahora quédate tranquilo. Llegaré sola hasta mi casa. Ya sabes que
no está lejos. Él me sonríe y luego sube al coche y arranca. Cuando se va, digo en voz baja:
—¡Que la fuerza te acompañe!
Joder, ¡qué fuerte! ¿Qué hago yo diciendo eso? ¡Soy como el friki de mi hermano! Eso me hace sonreír y mientras el coche se aleja, no siento pena, ni tristeza, ni desamor. Simplemente, ¡me siento liberada!
Vuelvo a ser dueña al ciento por ciento de mi vida. Me han despedido de mi trabajo y estoy soltera, puedo decidir lo que quiero o no quiero hacer. ¡Menudo lujo!
Miro alrededor y opto por volver a casa caminando por la orilla del mar. Me encanta mojarme los pies y, mientras lo hago, tarareo la canción de Shakira.
Te lo agradezco pero no, te lo agradezco, mira niña, pero no. Yo ya logré dejar de amarte. No hago otra cosa que olvidarteeee. En Tenerife, la temperatura en mayo es estupenda para caminar, incluso sobre la arena húmeda. Miro el reloj, la 01.40. Sonrío.Tras un rato siguiendo la orilla, ensimismada en mis cosas, decido sentarme junto a unas hamacas antes de abandonar este idílico lugar e irme a casa.
La luna, la buena temperatura y el sonido del mar son maravillosos. Relajantes. Cierro los ojos e inspiro hondo. ¡Qué bien se respira en mi isla! Pero de pronto oigo el sonido de unas voces. A scasos metros, tras una barcaza abandonada en la arena, veo a una pareja que, entre risas, se entrega al placer del sexo. Parapetada tras las hamacas, decido contemplar el espectáculo. Mi respiración se acelera. Nunca he visto nada así en directo y, como soy muy curiosa, no me pierdo detalle. Sus jadeos me excitan.
Estoy a unos escasos cinco metros y no me puedo mover. Sólo puedo mirar... observar... y alucinar con su deleite. Hacen el amor en la playa sin ningún decoro, protegidos sólo por una barcaza a escasos
metros del paseo marítimo. Oigo la voz de la mujer, que exige más...
En uno de sus movimientos le veo la cara y la reconozco. Joderrrrr. Es Alicia, la hermana mayor de mi amiga Coral, que está casada con Antonio. ¡Qué fuerte! De pronto veo un hombre que se acerca y me intranquilizo. A mí no me puede ver, pero a ellos los va a pillar. Horrorizada, no sé qué hacer, ¿los aviso o no? Pero me quedo atónita cuando, pese a ver que alguien se acerca, ellos dos siguen a lo suyo. El recién llegado se para junto a la barcaza y se apoya en ella. Joder... joder. Pero ¡si es Antonio, el marido de Alicia! Diossssssssss, ¡qué pillada! Se va a liar una buena y yo estoy en primera fila. Pero, de pronto, contra todo pronóstico, oigo que Antonio pregunta:
—¿Lo pasáis bien?
Ellos jadean en respuesta y Antonio, sonriendo, se desabrocha el pantalón y se acerca a Alicia, luego, sacándose el pene del calzoncillo, se arrodilla, se lo introduce a ella en la boca y dice con voz ronca:
—Vamos, cariño..., sé que lo estás deseando.
¿¡Cómoooooooooo!? ¡Si antes estaba ojiplática, ahora lo estoy aún más! Ahí está Alicia, entregada al placer del sexo con un tío, llega su marido y, en vez de liarla parda y hacer que rueden cabezas, se une a la fiesta. ¡Increíble! Durante varios minutos, observo sin respirar cómo el trío jadea y lo pasa bien. Nunca he visto nada igual. ¡Esto supera las tontas pelis porno que he visto a veces! Sus roncos gemidos suben de decibelios, o quizá soy yo, que cada vez los oigo más alto. No puedo dejar de mirar. ¡Me he quedado clavada en la arena, sin poder quitar ojo! Hasta que fi nalmente los tres gritan sin decoro al alcanzar la liberación.
Ellos respiran agitados. Yo no respiro. Ellos sonríen y hablan. Yo estoy sin palabras. Cinco minutos después, los tres se visten y oigo cómo Antonio
y Alicia invitan al desconocido a tomar algo en su ar, que han inaugurado hace poco. Con la boca seca y la cabeza como un bombo, los observo alejarse mientras me tiemblan las piernas, el corazón, las raíces del pelo, ¡todo! ¡Me tiembla todo!
Cuando me quedo sola, aún con tembleque, me enciendo un cigarrillo y proceso lo que he visto. Porque es verdad que lo he visto, ¿no? Me pellizco el mofl ete y doy una calada. Sí, lo he visto. ¡Decididamente, lo he visto! Cuando me termino el cigarrillo, me pongo de pie. Veo que las piernas me sostienen y echo a andar. Veinte minutos más tarde entro en mi casa y lo encuentro todo en silencio. Mis abuelas y mis padres con toda probabilidad, estarán en la tienda de souvenirs que tenemos en el paseo marítimo de la capital de la isla, Santa Cruz deTenerife.
Al pasar junto a la puerta de mis hermanos Garret y Rayco oigo risas y jaleíllo. Deben de estar jugando con los frikis de sus amigos a algún videojuego, que les encantan. Cuando llego ante el cuarto de mi otro hermano, Argen, abro la puerta, pero veo que no está, así que decido irme a mi habitación. Sigo en estado de shock. Lo que he visto en la playa me alucina, pero reconozco que también me ha excitado. ¿Estaré mal de la cabeza? Me quito las lentillas. Tengo los ojos cansados, pero aun así enciendo mi portátil y, sin saber por qué, busco el bar de Antonio y Alicia. Se llama Sueños y tiene página web. Cuando lo encuentro, no me sorprende ver que es un local de intercambio de parejas. Atraída como por un imán, navego por el sitio y lo visito virtualmente. Barra de bar, sala de espejos, sala del placer, camas comunes, sala oscura, fiestas privadas y jacuzzi.
Cuando he satisfecho mi curiosidad, apago el ordenador y me meto en la cama. Nunca he visitado un local así, pero estoy segura de que lo haré. Me llama la atención.